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Padre Pio de Pietrelcina


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La vida del Padre Pío, en el siglo Francisco Forgione, es demasiado conocida como para que sea necesario decir muchas cosas. Nacido en 1887 en Pietrelcina (Benevento) de padres de modestas condiciones (el padre trabajaba en una muy pequeña propiedad y la madre cuidaba de los siete hijos), Francisco mostró desde niño una muy precisa vocación religiosa. Pero cmo también sentía atracción por la vida del mundo, estaba indeciso sobre el camino que debía tomar. Fue entonces cuando tuvo la primera de las numerosísimas visiones de su vida: como él mismo escribió en una carta, vio a su lado "a un hombre majestuoso de rara belleza, esplendoroso como el sol" que lo tomó de la mano y le dirigió esta invitación: "Ven conmigo, porque te conviene combatir como un valeroso guerrero". Francisco siguió al personaje luminoso que lo condujo pro un campo donde parecían esperarlo dos grandes grupos de hombres: unos vestidos de blanco y con el rostro muy hermoso, y otros horribles, vestidos de negro.

Mientras miraba los dos grupos, Francisco vio que venía hacia él un hombre altísimo, de horrible rostro negro, que mostraba intenciones de pelear con él. Volviéndose al hombre luminoso, Francisco, que tenía entonces dieciséis años, le ruega que lo libre del combate. "Anito, entra con confianza en la lucha, avanza con valentía que yo estaré junto a ti: yo te ayudaré y no permitiré que él te abata".

Se realizó la batalla, y Francisco resultó victorioso, con la ayuda del personaje luminoso. El monstruo huyó, llevando consigo la multitud de hombres negros que lo apoyaban, mientras el otro gurpo alababa al vencedor y a quien lo había ayudado. Este último puso sobre la cabeza del Padre Pío una corona de "rarísima belleza" y le prometió otra aún más bella si sabía "luchar con aquel personaje al cual se había enfrentado. El volverá al asalto: combate con valentía y no dudes de mi ayuda... Siempre te ayudaré, para que logres postrarlo" (estas y otras citas que vendrán están tomadas de la biografía oficial del padre Pío, escrita por el padre Fernando da Riese, Padre Pio da Pietrelcina, crocifisso senza croce. Edizioni "Padre Pio da Pietrelcina", San Giovanni Rotondo, 1984).

Una visión al poco tiempo, definida por el padre mismo como "puramente intelectual", le aclara el significado de la batalla sostenida y le da a entender que debe entrar a la vida religiosa "para servir al Monarca celeste", luchando con el ser infernal que ya había enfrentado en la visión anterior.

La decisión está tomada: Francisco entra aquel mismo año en el convento de los capuchinos de Morcone, donde toma el nombre de Pío. En 1904 pronuncia los votos simples y en 1907, luego de los estudios correspondientes, los solemnes. En 1910 es ordenado sacerdote en Benevento. En 1918, es destinado permanentemente a San Juan Rotondo, recibe los estigmas de un misterioso personaje celeste armado con una lanza que le traspasa el corazón. Algún tiempo después, la visión se repite y el padre Pío recibe las llagas en las manos y en los pies. El personaje celeste es el mismo que antes había estado junto al joven Francisco en la lucha contra el maligno.

El padre Pío vivió todo el tiempo en San Juan Rotondo, no sin dificultades iniciales debidas al gran problema de los estigmas, pero siempre rodeado de una grandísima devoción propular. Todo se normaliza a partir de 1933, cuando se le permite de nuevo confesar libremente, sin ninguna restricción; funda la Casa Alivio del Sufrimiento, comienza a celebrar la Misa a campo abierto, en el atrio de la Iglesia, que es ampliada en 1956. Era mucha la afluencia de devotos, para quienes el padre ya era santo. La muerte le llegó el 23 de septiembre de 1968, a los ochenta y un años de edad, luego de muchos sufrimientos. En 1983 se abrió oficialmente el proceso de reconocimiento de la vida y de las virtudes del Siervo de Dios.

Durante toda su vida, el padre Pío fue devotísimo de la Virgen. El amor por la Madre de Dios, que él llamaba "mamita", lo acompañó siepre, desde sus años infantiles cuando la imagen de la Virgen patrona de Pietrelcina se grabó en s corazón. En los éxtasis, que fueron numerosísimos, el padre veía a Jesús, a los ángeles y a la Virgen: en estas ocasiones s ele oyó decir varias veces frases de amor a la Madre celeste: "Mamina, mamita mía, mamita querida, te amo, eres bella, Madre mía, me glorío de tener una madre tan espléndida..., tus ojos resplandecen más que el sol... ¡te amo!". Palabras como éstas no pueden ser pronunciadas sino por aquel que "ve", que tiene ante sus ojos el objeto de su amor.

En los años difíciles, llenos de luchas contra las fuerzas del mal, el padre Pío sintió siempre la ayuda de la Virgen: "Nuestro común enemigo sigue incitándome a pelear y hasta ahora no ha dado signos de querer retirarse o de darse por vencido. Quiere perderme cueste lo que cueste... Y yo le debo mucho a nuestra madre común, María, que me ha ayudado a vencer estas insidias del enemigo", escribe el padre en una carta del 2 de junio de 1911 a sus directores espirituales. Y el primero de mayo de 1912: "¡Cuántas veces le he confiado a esta Madre las penosas ansias de mi agitado corazón! ¡Y cuántas veces me ha consolado! En las mayores aflicciones me parece que ya no tengo madre en la tierra, sino una muy piadosa en el cielo". Y en otro lugar de la misma carta: "Pobre Mamita, ¡cuánto me quiere! Lo he constatado al comienzo de este mes. Con cuánto cariño me ha acompañado al altar esta mañana. Me pareció que Ella no pensaba sino en mí al llenar mi corazón e santos afectos".

El 15 de agosto de 1929, fiesta de la Asunción, el padre Pío es gratificado por una aparición de la Virgen con el Niño mientras celebra la misa. El mismo describe así el episodio:

Esta mañana subí al altar no sé cómo. Los dolores físicos y las penas internas parecían competir para martirizar todo mi pobre ser... A medida que me acercaba a la consumación de las Sacratísimas Especies, este violento estado aumentaba más y más. Sentía morir. Una tristeza moral me invadía por completo y creía que todo había terminado para mí: la vida del tiempo y la vida eterna... Al consumir la Hostia Santa, una luz repentina me invadió todo por dentro y vi claramente a la Madre Celeste con el Niño en brazos y ambos me dijeron: "¡Tranquilízate, estamos contigo, tú nos perteneces y nosotros somos tuyos!". Al oir esto, ya no vi nada... Durante todo el día me sentí ahogado en un mar de dulzura y de amor indescriptibles.

El padre Pío mostró un especial cariño, además de a la Virgen patrona de Pietrelcina, a las imágenes de la Virgen de Pompeya, Loreto, Lourdes y Fátima; y durante casi cincuenta y dos años vivió junto al santuario de Santa María de las Gracias, en San Juan Rotondo, donde se venera una imagen del siglo XIII de la Virgen con el Niño. Frente a esta imagen el fraile recibió los estigmas y a ella acudía diariamente.

Otra aparición de la Virgen con el Niño la tuvo el veinte de julio de 1913. El padre la describió con estas palabras:

Me sentí transportado por una fuerza superior a una estancia muy espaciosa, llena toda de una luz vivísima. Sobre un alto trono cubierto de joyas vi sentada a una señora de rara belleza, era la Virgen Santísima, y tenía en su regazo al Niño, que mostraba un comportamiento majestuoso, un rostro más espléndido y luminoso que el sol. Alrededor había una gran multitud de ángeles bajo formas también resplandecientes.

La Virgen, que durante décadas había sostenido al padre Pío en su nada fácil existencia y había estado a su lado como consoladora y madre amorosa, se le apareció, por lo que podemos deducir, en el momento de la muerte. Al mirar en los últimos momentos el retrato de su madre, el padre dijo que veía dos madres: no podía sino estar hablando de la madre terrena y de la celestial.

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